jueves, 21 de marzo de 2019

SEGUIR APRENDIENDO: Lic. Noemi Villacorta




LA MORDIDA DEL CAMELLO

Había una vez, a menos de mil millas de aquí, un niño que para su corta edad, creía yo, tenía gran experiencia en el cuidado de sus ovejas. Sus piernas eran delgadas, pero fuertes; los pies, sin calzar, estaban endurecidos, sin duda alguna, por el trabajo; y en su mirada había más luz que la del oro reflejado en las arenas del desierto, cuando, al descender, el sol avisa a los hombres la proximidad de la noche.

Yadir se llamaba el niño. Y siempre, en el atardecer, bajaba de las montañas con sus animales hasta su pequeña casa; la jornada había sido ardua para él: había buscado el pasto para sus ovejas y, en cambio, en su alforja de lana no había sino un poco de pan el necesario para no sufrir hambre ni más agua que la esencial para refrescar los labios. Una noche, en una reunión de camelleros, Yadir escuchó que el hombre que lleva a Dios en su corazón estaba "mordido de camello", y que esa mordedura no cicatrizaba nunca: al principio era dolorosa, después dulce y, al final de la vida, mientras el cuerpo quedaba abandonado en la tierra, viajaba la esencia del hombre a fundirse en las estrellas. Yadir soñó esa noche cien camellos que lo perseguían.

Pasó mucho tiempo, y un atardecer, intuitivamente, Yadir se arrodilló y besó las arenas. De sus labios brotaron palabras fieles, y su rostro de adolescente, como una brújula marina, encontró el oriente. La mordida de camello estaba en su corazón.

A partir de aquel día, Yadir aprendió muchas cosas con particular precisión. Cuando el viento soplaba tenuemente, susurraba cuentos a su oído; al ser removidas por el aire, las arenas le enseñaban extrañas geometrías; el ondulante carrizo le otorgó la música; y.... en un rojo atardecer, un fuerte viento elevó las arenas, haciéndolas girar con sorpresivos movimientos: Yadir aprendió la danza. Su corazón sangraba cada día más.

Cuando Yadir abandonó el desierto, el sol ya no tenía horizonte; un débil reflejo dorado lo alumbró por poco tiempo, la oscuridad lo acarició toda la noche, y en el luminoso amanecer, ante sus ojos asombrados apareció la ciudad, cuyas espejeantes cúpulas llenaron sus pupilas de reflejos. Yadir sintió miedo, pero el viento que le cantaba levemente fortificó su espíritu, los altos y esbeltos minaretes suavizaron el golpeteo de su corazón, y entró a la bulliciosa ciudad con asom-brados ojos.

Aquel cambio de vida fue trascendental para Yadir. Pronto encontró trabajo como teñidor de lana, y poco después aprendió el arte de tejer alfombras. El principio fue duro: sus manos no eran tan hábiles como las de sus compañeros, pero sus ojos, acostumbrados a ver el horizonte del desierto, veían más allá en los complicados diseños, en los geométricos mensajes de las alfombras. Yadir tejió una para él y aquella noche al terminarla, un viejo maestro alfombrero le regaló una rosa blanca y extraña.

A partir de esa noche memorable, la vida de Yadir fue muy intensa; cuidó y respetó su cuerpo, modeló el barro, sometió el cobre, escribió con hermosos rasgos, manejó el sable, diseñó jardines, y una vez, sus ojos se fundieron en la luz de unos ojos femeninos.... Yadir conoció el amor.

Yadir formó un hogar que duró muchos y felices años, hasta que un día, El que crea todos los diseños decidió que Yadir quedara solo. Yadir aprendió a llorar.

El siguiente amanecer extrañó las rodillas de Yadir hundiendo las arenas: su rostro no quiso buscar el oriente y sus labios olvidaron las palabras fieles.

Abandonó la luz de las mezquitas y frecuentó oscuros lugares; sus piernas acos-tumbradas a la danza olvidaron el ritmo: el tambor de su corazón no las impulsaba. Abandonó también la habilidad de sus manos; su aliento no recorrió el interior de las cañas; y una noche suplicó al ángel de la muerte que apurara su paso. Cuando los dedos del sol acariciaron su rostro esa mañana, sobre su alfombra había una blanca y extraña rosa. Yadir recordó al Disipador de Todas las Dificultades y sintió sangrar de nuevo su corazón.

Curiosamente, los vecinos de Yadir y quienes lo conocían pensaban que era un buen hombre, como todos los buenos hombres de la tierra; sólo unos cuantos se acercaban con humildad a escuchar sus bellas pláticas en la casa de té que frecuentaba. Les hablaba del viento y la lluvia, les contaba historias de viejos tejedores de alfombras y ancianos jardineros de rosas blancas, les describía las dunas del desierto y les hablaba del sol y las palmeras. Algunas personas temían verlo de frente; unos pocos lo miravan a los ojos, pero entre ellos ninguno todavía resistía la luz de su mirada; no faltó quien dijera que tenía extraños poderes.

Cuando el viejo Yadir murió, los vecinos quedaron muy sorprendidos al ver salir, por una de las ventanas de la casa, un hermoso camello que, volando, se perdió en el infinito.

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